Sábado, 3 de marzo de 1945
Querida Kitty:
Esta mañana he conseguido reunir fuerzas suficientes para levantarme de la cama. He dejado a Margot acostada, su rostro dibujaba una sonrisa en los labios. Parecía feliz, pero en realidad tan sólo era el producto del delirio. Al salir del barracón la luz me ha quemado mis débiles ojos, pero me he sentido reconfortada por la tenue brisa. Sin embargo, pronto un escalofrío me ha recorrido el cuerpo. Es marzo. Y aquí, en Bergen-Belsen, el invierno parece que no se acaba nunca. Me he dirigido rápidamente hacia la alambrada del Campo de los Libres, con la esperanza de que alguien me lanzara un paquete de comida para mí y mi hermana. La gente del Campo de los Libres es buena y a veces nos dan algo para comer a nosotros, restándoselo a ellos. He estado esperando unos veinte minutos frente a la alambrada, helada de frío. Y entonces ha llegado Lies, mi amiga de la infancia, que me ha entregado un paquete con un mendrugo de pan y un par de zanahorias medio podridas, lo que se puede considerar un manjar, en comparación con lo que hemos estado comiendo (o, más bien, repelando) las últimas semanas. Me he ido corriendo de nuevo al barracón y al abrir el paquete me he percatado de que los alimentos estaban envueltos en papel y que dentro, junto a la comida, había un pequeño lápiz y una nota que decía: “Ana, escribe”. Al parecer, Lies se había quedado fascinada con las historias que le había contado y se las arregló para hacerme este maravilloso regalo. Me he emocionado tanto que he roto a llorar, recordando los días felices en que escribía mi diario en la casa de atrás. Cuando el hastío de la rutina y el silencio no me permitían valorar la vida.
Margot se ha dado cuenta y ha bajado de la litera como ha podido, balanceándose. Se lo he contado todo y ha sonreído. No sé hasta qué punto comprende mis palabras. Le he dado algo de comer y después la he ayudado a subir de nuevo al camastro. Me he acurrucado en un rincón y he empezado a escribir.
Miércoles, 7 de marzo de 1945
Querida Kitty:
Mucho tiempo ha transcurrido desde aquel luminoso día de agosto de 1944 en que el sueño se desvaneció. La angustiosa incertidumbre dio paso a la certeza. Kluger abrió la puerta, subió las escaleras y dijo con voz queda: “La Gestapo está aquí”. Ahora éramos verdaderos prisioneros. Pensé que se me venía el mundo encima y, en cierto sentido, así fue. Nos dejaron apenas una hora para recoger nuestras pertenencias y luego nos llevaron al cuartel general de la Gestapo en Euterperstraat, donde nos interrogaron. Después tuvimos ocasión de despedirnos de Kluger y Kleiman. No miento al decir que los Frank estábamos consternados por lo que les podía suceder a nuestros amigos, que durante más de dos años habían cuidado de nosotros arriesgando su vida, y que estaban allí, arrestados, por nosotros. Tres días después nos trasladaron al campo de Westerbork. El viaje fue apacible. Nos dieron algo de comida y agua. Estábamos juntos y eso era lo importante. Me dio la sensación de que íbamos de excursión. Durante el viaje me entretuve mirando el paisaje. Llegamos a Westerbork al día siguiente. En seguida nos identificaron, nos dieron monos azules con parches rojos en los hombros y unos zuecos de madera. La vida en el campo era algo dura. Nosotros, los judíos convictos (así era como nos llamaban por habernos ocultado de los nazis durante la guerra, qué ironía) debíamos realizar trabajos más duros que los demás y nos entregaban menos comida. Pero a pesar de todo, la esperanza de la liberación nos hacía fuertes. Otto, mi padre, me acompañaba siempre que le era posible, reconfortándome con sus palabras.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo, cuando nos incluyeron en la lista de los presos que debían ser trasladados al este. Ninguno conocíamos con certeza el destino final. No obstante, corrían rumores: Auschwitz.
Cientos de personas subimos a ese tren. Cada uno iba cargado con una mochila con las pocas pertenencias que poseía y una manta. En el vagón reinaba la oscuridad y un hedor insoportable a heces, orina y paja que me recorría las fosas nasales. Hacía mucho frío. Me abracé a mi padre. Sonó el silbato. La gente se quedó en silencio. El tren se puso en marcha y empezaron los sollozos, que se prolongaron hasta la llegada al campo de exterminio. Finalmente, tras tres días de viaje el tren se detuvo. Se abrió la puerta y escuchamos cómo los soldados golpeaban los vagones con las culatas de los rifles gritando: “¡Juden, Raus, Schnell!”. Esa fue la última vez que vi a mi padre. Ahora sé que está muerto.
Domingo, 11 de marzo de 1945
Querida Kitty:
Margot está cada día peor. Tiene tifus, igual que yo. Los piojos se nos comen vivas. Lientje y Janny nos advirtieron que no nos trasladáramos al barracón de los enfermos. Pero aquí, a veces, se está caliente y tranquilo. Los lamentos de la gente se desvanecen y hay momentos en que olvidamos dónde estamos. Nos dormimos con la esperanza de que, al despertar, la pesadilla se habrá esfumado. No obstante, hay algo que me inquieta: ¿por qué se empeñan en convertirnos en animales?
Sábado, 17 de marzo de 1945
Querida Kitty:
En Auschwitz nos separaron de nuevo. Mi madre no logró estar entre los seleccionados para el traslado a Bergen-Belsen. Sólo Margot y yo. Ya estará muerta. Vi cómo metían a la gente en los barracones, oí los gritos de auxilio que duraron varios minutos y vi cómo los sacaban después, convertidos ya en cadáveres, y los llevaban a los crematorios. No puedo pensar ni por un segundo que es eso lo que le ha sucedido a mi querida madre. Desde que nos descubrieron hemos sufrido miles de humillaciones. He visto a Mengele; sentí un pánico indescriptible. Corren historias de lo que le hace a la gente. Para él sólo somos cobayas. Cuando salgo del barracón ya no distingo a seres humanos, son como fantasmas sin voluntad. Es una suerte que aquí no hayan espejos, de ser así la gente se suicidaría. Aquí todos estamos enfermos. Y tenemos que convivir con los muertos, que yacen apilados unos encima de los otros, dándonos su cruel testimonio. ¡Quién sabe cuánto tardaremos en estar entre ellos!
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El Diario de Ana Frank se interrumpió el 1 de agosto de 1944. El 4, la Sicherheitsdienst o S.D. (servicio de seguridad)descubrió a la familia Frank escondida en la casa de atrás del canal de Prinsenhgacht en Ámsterdam (Países Bajos). Les detuvieron, les interrogaron e iniciaron el camino sin retorno de la deportación, la pavura y la muerte.
Con motivo del 90 aniversario del nacimiento de Ana Frank Stichting (9 de junio de 1929, Frankfort del Main, Alemania – marzo de 1945, campo de concentración de Bergen-Belsen, Alemania), hemos querido honrar su memoria como mejor se expresaba, redactando un breve epistolario apócrifo dirigido a Kitty, su amiga imaginaria, a partir del 3 de marzo de 1945, poco antes de morir creyendo que su padre, Otto Frank, también había muerto.
A finales de marzo de 1945, dos o tres semanas antes de la liberación del campo de concentración por las tropas británicas, Ana murió sola de tifus en Bergen-Belsen, antes de cumplir los 16 años. Dejemos que el recuerdo y el respeto hacia Ana Frank ponga conclusión literaria a su atormentada vida. Así pudo acabar el mundialmente célebre Diario de Ana Frank.
Pero Otto Frank sobrevivió al Holocausto y a él se debe la publicación de Las habitaciones de atrás, el diario de Anna Frank. Falleció de cáncer el 19 de agosto de 1980 a los 91 años de edad en su casa de Basilea. Para profundizar en la vida de Ana Frank, su familia y los horrores del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, debe leerse la Biografía de Ana Frank, de Carol Ann Lee, publicada por Plaza & Janés Editores.
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Este artículo fue publicado en la revista JANO. Medicina y humanidades, en el Vol. LXVI 21-27 de mayo de 2004, Nº 1.522. Sus autores, Carmen Viñolo y Juan Soto Viñolo.